Me enamoré locamente

Me enamoré locamente

Era un día triste, gris, lluvioso, pero resultó ser el mejor día de mi vida. Me refugié debajo de aquel toldo de aquella tienda de la gran avenida para resguardarme de la intensa lluvia, y allí la vi, en el interior de la tienda tras los cristales del gran escaparate. Estaba hermosa, radiante, como ninguna otra vi en mi triste vida. Y me enamoré de inmediato. Pensé entrar en el establecimiento y decirle algo, hablarle, pero más atrás vi a la que creí dueña del comercio, y su cara agria, como de mal genio, me hizo para atrás. Posiblemente ni me hubiera dejado hablar con ella, pues con su cara de vieja arpía, avara e interesada, se hubiera acercado a mí para atenderme, posiblemente creyéndose la muy prepotente que me vendería lo que ella quisiese. Seguí bajo el toldo hasta que la lluvia amainó, y me marché hacia mi trabajo.

Pero no hubo día, desde aquel, que no pasase por ese establecimiento, y allí estaba ella… bueno, estaban las dos, la de cara agria, que supuse era la dueña, o la principal encargada, y mi adorada, cada día más bella, más hermosa, más ansiada por mí para hacerla la compañera de mi vida.

No sé porque pensé que la gente que por allí pasaba se quedaría mirándome, y si eran transeúntes diarios por la zona, extrañados de que a diario me parase y mirase tras el cristal del escaparate hacia su interior, creo que hasta embobado… pero ¡qué me importaba a mí! Lo que yo deseaba era que ella supiese que la adoraba, y me dije que no debía tardar mucho en decírselo; seguramente mañana entro, me dije… pero, como todos sabemos, la vida nos da felicidad y tristeza, y aquel mañana dispuesto a entrar, que amaneció un día hermoso, soleado, no lluvioso como el día en que la vi por vez primera, al pasar con la idea de quedarme un rato mirándole, adorándola, y quién sabe si ya decidido a entrar, ya no estaba allí, solo estaba la otra, la de cara agria, la dueña o la encargada, o lo que fuera, me miró fijamente, y con una sonrisa fingida, que yo entendí como hipócrita, vino hacia mi, y abriendo la puerta del establecimiento me dijo si podía ayudarme en algo.

Creo que tartamudee, incluso me sonrojé, y ella se dio cuenta y sonrió.

—Ya no está ahí –le dije señalando al escaparate–.
—Se refiere a la Queen Elizabeth, ¿verdad?
—Sí...
—La vendimos ayer. Quizás la más hermosa de todas las rosas.

Y triste y cabizbajo del lugar me marché. Ya nunca más pasé por aquella gran avenida...