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Las dos Españas
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Las dos Españas
Las dos Españas y la guerra fratricida
Escritores, pintores y cineastas han recogido en el arte una lucha que viene desde los orígenes, como si fuera la maldición recaída sobre un patriarca bíblico
El "Duelo a garrotazos", de Francisco de Goya, escenifica tristemente la Historia de España
El "Duelo a garrotazos", de Francisco de Goya, escenifica tristemente la Historia de España La Razón
DAVID HERNÁNDEZ DE LA FUENTE
Creada: 13.03.2023 02:46
Última actualización: 13.03.2023 02:46
Es fama que el alma española sufre una escisión cruel, violenta e irreversible, una herida dolorosa que provoca una incesante querella. Es la historia mítica de la lucha fratricida desde los orígenes del viejo solar patrio y que, como si fuera la culpa de sangre de una tragedia griega o la maldición recaída sobre un patriarca bíblico, estamos condenados a perpetuar por lo que nos quede de tiempo. Así puede resumirse el bien conocido esquema mítico, que gran parte tiene de trascendencia y que se relaciona con la Historia de España como una suerte de fuerza motriz o un mecanismo casi oracular o fatal que mueve los destinos históricos de nuestro país desde la noche de los tiempos hasta la actualidad. Es, en resumidas cuentas, el llamado «mito de las dos Españas», que han evocado diversos autores, escritores, pintores o cineastas desde antiguo, pero, con especial énfasis, desde nuestro largo y tormentoso siglo XIX hasta las postrimerías de este XXI.
Uno piensa casi de inmediato en autores que glosaron las inevitables dos Españas en sus obras, como Mariano José de Larra, Benito Pérez Galdós o Antonio Machado. Hacía este mito del país una suma de dos almas, una conservadora y otra revolucionaria, y remitía inmediatamente a una suerte de arquetipo de pugna eterna para cuya veloz comprensión solo tenemos que recordar la terrible recreación de «la lucha a garrotazos» de Goya: así obtenemos una imagen mítica que reconocemos de forma casi inconsciente.
Se diría que este «leitmotiv» sigue ejerciendo una notable fascinación entre nosotros, como un encono pasional por la «búsqueda de la diferencia» en la Historia de España. Casi una pugna arquetípica, maniquea y quintaesencial entre «los hunos y los hotros» –Unamuno «dixit»– en la que parece difícil liberarse de los bandos, como quisieron algunas voces más luminosas o heterodoxas, desde Blanco White a esta parte. Afrancesados y patriotas, liberales y absolutistas, isabelinos o carlistas y las mil diversas escisiones, facciones y sectas. Se ejemplifica bien en el hecho de que algunos de los héroes de la guerrilla o del bandolerismo de la época de la Guerra de la Independencia, venerados por todo el pueblo sin división, fueran luego patrimonializados, manipulados, reivindicados e incluso ejecutados por uno de los dos bandos. Y de ahí a lo moderno el debate es incesante en el «ruedo ibérico» valleinclanesco, entre las izquierdas y las derechas, los nacionalismos y los centralismos, y un largo etcétera de ismos cuya forma se ha empeñado en adoptar cíclicamente este arquetipo mítico.
Recuerdo en mi niñez que en la estantería del salón de mi abuelo había una enorme colección de color quizá ocre en principio, pero con el tiempo devenida casi rojiza, algo ominosa y amenazadora, que presidía la biblioteca como una admonición del pasado. A ella a menudo se refería mi abuelo como una explicación de la política del día a día: era una suerte de enciclopedia histórica en catorce tomos titulada «Las luchas fratricidas en España», a cargo de Alfonso Danvila y publicada en Madrid por Espasa Calpe entre 1941-1950. Danvila, un diplomático e historiador de personalidad compleja y vida fascinante, recorrió algunas importantes embajadas de España en América y Europa y, alejado en 1936 de su cargo de embajador en Argentina por su supuesto conservadurismo en vísperas del 18 de julio, fue a morir acaso en París al final de la Segunda Guerra Mundial. Pero muy poco se sabe de sus últimos años de vida. El primer tomo de Danvila, «El testamento de Carlos II», presuponía su interpretación de un comienzo de la guerra civil incesante en aquel conflicto sucesorio, aunque permitía ya intuir una causa profunda y anterior.
Se podría haber extendido el proyecto, pienso, mucho más atrás y, desde luego, si la peripecia vital de Danvila le hubiera dado pie para ello, hasta su propia experiencia. En suma, todo se dirime en esa especie de lucha esencial que está larvada y latente en nuestra naturaleza, lista para eclosionar y destruirlo todo de forma inmisericorde e inevitable. Ese es el esquema mítico y todavía lo evocamos continuamente en la política, en la creatividad, en la vida cotidiana: ¿podremos superarlo? No parece, desde luego, sencillo. Cómo no terminar, pues, con el texto más famoso sobre el tema, los versos de Machado: «Españolito que vienes / al mundo te guarde Dios. / Una de las dos Españas / ha de helarte el corazón».
Escritores, pintores y cineastas han recogido en el arte una lucha que viene desde los orígenes, como si fuera la maldición recaída sobre un patriarca bíblico
El "Duelo a garrotazos", de Francisco de Goya, escenifica tristemente la Historia de España
El "Duelo a garrotazos", de Francisco de Goya, escenifica tristemente la Historia de España La Razón
DAVID HERNÁNDEZ DE LA FUENTE
Creada: 13.03.2023 02:46
Última actualización: 13.03.2023 02:46
Es fama que el alma española sufre una escisión cruel, violenta e irreversible, una herida dolorosa que provoca una incesante querella. Es la historia mítica de la lucha fratricida desde los orígenes del viejo solar patrio y que, como si fuera la culpa de sangre de una tragedia griega o la maldición recaída sobre un patriarca bíblico, estamos condenados a perpetuar por lo que nos quede de tiempo. Así puede resumirse el bien conocido esquema mítico, que gran parte tiene de trascendencia y que se relaciona con la Historia de España como una suerte de fuerza motriz o un mecanismo casi oracular o fatal que mueve los destinos históricos de nuestro país desde la noche de los tiempos hasta la actualidad. Es, en resumidas cuentas, el llamado «mito de las dos Españas», que han evocado diversos autores, escritores, pintores o cineastas desde antiguo, pero, con especial énfasis, desde nuestro largo y tormentoso siglo XIX hasta las postrimerías de este XXI.
Uno piensa casi de inmediato en autores que glosaron las inevitables dos Españas en sus obras, como Mariano José de Larra, Benito Pérez Galdós o Antonio Machado. Hacía este mito del país una suma de dos almas, una conservadora y otra revolucionaria, y remitía inmediatamente a una suerte de arquetipo de pugna eterna para cuya veloz comprensión solo tenemos que recordar la terrible recreación de «la lucha a garrotazos» de Goya: así obtenemos una imagen mítica que reconocemos de forma casi inconsciente.
Se diría que este «leitmotiv» sigue ejerciendo una notable fascinación entre nosotros, como un encono pasional por la «búsqueda de la diferencia» en la Historia de España. Casi una pugna arquetípica, maniquea y quintaesencial entre «los hunos y los hotros» –Unamuno «dixit»– en la que parece difícil liberarse de los bandos, como quisieron algunas voces más luminosas o heterodoxas, desde Blanco White a esta parte. Afrancesados y patriotas, liberales y absolutistas, isabelinos o carlistas y las mil diversas escisiones, facciones y sectas. Se ejemplifica bien en el hecho de que algunos de los héroes de la guerrilla o del bandolerismo de la época de la Guerra de la Independencia, venerados por todo el pueblo sin división, fueran luego patrimonializados, manipulados, reivindicados e incluso ejecutados por uno de los dos bandos. Y de ahí a lo moderno el debate es incesante en el «ruedo ibérico» valleinclanesco, entre las izquierdas y las derechas, los nacionalismos y los centralismos, y un largo etcétera de ismos cuya forma se ha empeñado en adoptar cíclicamente este arquetipo mítico.
Recuerdo en mi niñez que en la estantería del salón de mi abuelo había una enorme colección de color quizá ocre en principio, pero con el tiempo devenida casi rojiza, algo ominosa y amenazadora, que presidía la biblioteca como una admonición del pasado. A ella a menudo se refería mi abuelo como una explicación de la política del día a día: era una suerte de enciclopedia histórica en catorce tomos titulada «Las luchas fratricidas en España», a cargo de Alfonso Danvila y publicada en Madrid por Espasa Calpe entre 1941-1950. Danvila, un diplomático e historiador de personalidad compleja y vida fascinante, recorrió algunas importantes embajadas de España en América y Europa y, alejado en 1936 de su cargo de embajador en Argentina por su supuesto conservadurismo en vísperas del 18 de julio, fue a morir acaso en París al final de la Segunda Guerra Mundial. Pero muy poco se sabe de sus últimos años de vida. El primer tomo de Danvila, «El testamento de Carlos II», presuponía su interpretación de un comienzo de la guerra civil incesante en aquel conflicto sucesorio, aunque permitía ya intuir una causa profunda y anterior.
Se podría haber extendido el proyecto, pienso, mucho más atrás y, desde luego, si la peripecia vital de Danvila le hubiera dado pie para ello, hasta su propia experiencia. En suma, todo se dirime en esa especie de lucha esencial que está larvada y latente en nuestra naturaleza, lista para eclosionar y destruirlo todo de forma inmisericorde e inevitable. Ese es el esquema mítico y todavía lo evocamos continuamente en la política, en la creatividad, en la vida cotidiana: ¿podremos superarlo? No parece, desde luego, sencillo. Cómo no terminar, pues, con el texto más famoso sobre el tema, los versos de Machado: «Españolito que vienes / al mundo te guarde Dios. / Una de las dos Españas / ha de helarte el corazón».
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